por Juan Vergillos

PREMIO NACIONAL DE FLAMENCOLOGÍA

Ha publicado novelas, ensayos, libros divulgativos, relatos, poemas y letras de canciones. Ha escrito y dirigido espectáculos de danza y de cante flamenco. Ha dirigido festivales de flamenco y otras artes escénicas. Ha ofrecido conferencias, talleres y espectáculos en teatros, festivales, colegios y universidades de Europa y América. Colabora habitualmente en la prensa generalista y especializada. Dirige el blog Vaivenes Flamencos.







lunes, 18 de abril de 2011

Flamencas de Holanda (IX): Anne Frank

La casa son apenas dos habitaciones alargadas y muy estrechas, apenas dos cajas de zapatos, sumidas en la penumbra de unas lámparas titubeantes. El papel de la pared es parte del original de los años 40. La casa está desolada porque la Gestapo se llevó los muebles. ¿Para qué necesitaba el Führer dos mesas, dos divanes y una cama estrecha? Lo más asombroso, lo más terrible, lo que más me impresiona son las imágenes recortadas de Ray Milland, Ginger Rogers y la divina, Greta. Anne buscaba la luz de las estrellas que iluminaran su sombra. Era una niña. Esa luz de cotidianeidad, de familiaridad. De proximidad: amaba las mismas películas, tenía los mismos sueños que nosotros, que cualquiera.



Era el 13º cumpleaños de mi hermana. Yo tendría 10, por tanto. Sus amigas le regalaron un libro. Yo cogí el libro, me lo puse en la cabeza y caminé de esta guisa por el patio de mi casa, por el estrecho espacio que dejaban las exuberantes macetas que mi madre coleccionaba. Percibí la cara de fastidio de mi hermana. No debía ser agradable para ella tener a su hermano pequeño en la fiesta de su 13º cumpleaños. Yo sólo quería divertir a sus amigas. Me gustaban todas. Ellas protagonizaron mis primeros ensueños eróticos. Sobre todo los sábados por la mañana. Yo me despertaba pero permanecía un rato en la cama, puesto que no tenía que ir al colegio. Pero mi hermana llegaba con la radio, los 40 principales a toda leche, y la escoba para limpiar. Yo me revolvía en el lecho y esto era lo que soñaba: sentía que tenía un reloj en la muñeca. Soñaba que B. llegaba a casa en busca de mi hermana. B. tenía dos años más que yo y un culo espléndido, que me hacía soñar, a sus 13 años. A mis 10. Todavía recuerdo la forma exacta de su trasero, bajo aquellos estrechos pantaloncitos cortosde entonces, que ahora están otra vez de moda. Era una niña llena de vida y deseos. Ahora una sombra le cruza la mirada. Es una mujer, madre, profesional liberal. Y un velo le cubre el timbre de la voz, la deja en sordina. Mira a la vida, me mira, desde el fondo de sus ojos en sombra: es la marca inequívoca de los antidepresivos.

Pero vayamos con el sueño: ella iba en busca de mi hermana que estaba limpiando su habitación. Charlaban de cosas intranscendentes y yo me hacía el dormido. De repente ella quería saber la hora. Tenía una urgencia arrebatadora por mirar el reloj. Y  yo, como sabéis, tenía un reloj en mi muñeca. Pero mi mano estaba, estratégicamente, entre mis piernas. De manera que ella metía la suya entre las mías, buscando el reloj. Y, claro está, me rozaba los genitales. Así descubrí el placer, el temblor absoluto del orgasmo. Así me iba en las tardes de la primavera a ver irse el sol y a tocarme, encaramado en un olivo, pensando en B. Son sueños de adolescentes. Historias de chicas, vistas por un adolescente algo petulante.

Mi hermana no leyó nunca aquel libro. Yo lo hice. No recuerdo la portada. Sin duda sería un expresivo dibujo de un campo de concentración, con una alambrada de espinos, una torre de vigilancia y una niña llorosa. Es una de las imágenes más extendidas del holocausto judío, pese a que semejante escenario jamás aparece en la obra. Salvo en la imaginación del lector, en el imaginario colectivo. Era la colección Reno, de Plaza y Janés, de los setenta, caracterizada por sus impactantes sobre-cubiertas. Lo que recuerdo es que, debajo de la sobrecubierta, había un austero libro blanco con el título en gris: ‘Diario’. Las páginas, grises, se desencuadernaron en pocos días. La autora era la niña Ana Frank. El papel de los setenta apenas tenía consistencia para sostener la tinta, que resistía como podía en la página turbia, amarillenta.

No debí acabar el libro entonces porque yo sólo recordaba de su contenido algunas historias de chicos vistas por una adolescente algo petulante. Tampoco sabía quién era Kitty, que es el nombre que Anne dio a su diario, personalizándolo, feminizándolo y haciéndolo así su confesor, su confesora y su cómplice. Su mejor amiga, esa que creía no tener, que todos los adolescentes creemos no tener porque esperan de la vida otra cosa que no es la vida. Que es algo más pequeño que la vida, aunque parezca más grande en nuestra turbia imaginación. ¿Te imaginas que la vida se adaptara a nuestros deseos, a nuestros sueños? Qué pesadilla. Su sueño de niña rica. Pero el aliento de la persecución y la muerte estaba presente. Y la vida. El deseo de luz. Me asombra el gusto holandés por las sombras. La judía alemana Anne quería luz en su casa en sombras del barrio de Joordam: no podían abrir las ventanas de la Casa de Atrás, para no ser descubiertos por los vecinos. Las ventanas estaban cubiertas por telas negras. Las desteñidas figuras del papel de la pared. Y, sobre todo, la sombra. Y, frente a la sombra, la luz de las estrellas (Garbo, Milland, Rogers), la luz de una muchacha que quería ser artista, estrella. Escritora. Y lo fue. Algunas de las obras maestras de la literatura son obras de circunstancias, aunque sean las terribles circunstancias de este diario. Harold Bloom no lo incluye en su canon, pero toda la literatura, pedante, oscura, insufrible, del siglo XX, empalidece ante esta obra maestra de una niña de 13 años. De 14. De 15. En mayo el primer beso y en agosto la detención. En septiembre el campo de concentración y más tarde la muerte. En el desván lloré en silencio, en soledad, viendo las imágenes filmadas por los soldados británicos tras la liberación del campo de Bergen-Belsen. Mi temprana lectura de esta obra marcó mi gusto por este tipo de literatura testimonial. O quizá tiene que ver con la historia de mi abuelo. Al fin y al cabo soy nieto de los que perdieron la guerra. Sólo que la ganaron, el 75.  En el 81. Como dice Moraíto en el documental ‘Goede zang doet Pijn’, que firman Martijn van Beenen y Ernestina van de Noort, estrenado en esta III Bienal de Holanda, “el dolor también nos hace fuertes”. Extraño destino el de la cultura judía. Pienso que otros que no fueran judíos no hubiesen podido sobrevivir dos años en estas jaulas oscuras, cajas de zapatos, agujeros de cuatro metros cuadrados, para ocho personas. Como buenos judíos, me piden un donativo a la salida del museo de la ‘Anne Frank Huis’. La entrada al museo ya cuesta ocho euros.

Por ejemplo ‘Prisionera de Hitler y Stalin’ de Margarete Buber-Neumann. Es una obra desoladora y vital. Es la necesidad del ser humano de buscar luz en las sombras. Pero el final del libro, cuando el estado nazi y sus campos de concentración se desmoronan, cuando Margarete es libre en mitad del caos más absoluto, la destrucción y el hambre, y los rusos están a menos de cinco quilómetros de Ravensbrück. De caer bajo su poder volvería a Siberia. La parte en la que Buber-Neumann describe como recorrió, de un frente a otro, desde los rusos hasta los aliados, una Alemania desolada, es brutal. Como se encuentra con sus antiguos verdugos disfrazados de seres humanos, de anónimos ciudadanos. O, incluso, de víctimas. Bueno, si no tenían alma cuando eran verdugos, porqué la habían de recuperar para huir de sus víctimas, las pocas que sobrevivieron. Cómo Margarete logra, al fin, la libertad, cruzando el río, sobornando a los guardias. Buber-Neumann sobrevivió a la más atroz, inhumana, de las epidemias que han asolado al ser humano: la intolerancia, el racismo, la fe en la supremacía de una raza, el desprecio por la dignidad y la vida de los semejantes. El desprecio por los otros que es desprecio por nosotros, por lo que no nos gusta de nosotros. Eso que creemos que son debilidades y a veces es nuestra única grandeza. El desprecio por la dignidad humana. Margarete vivió para contarlo. Anne, sin embargo, murió en el campo de concentración de Bergen-Belsen, aunque también vivió para contarlo. Quizá todo esto tenga que ver con mi abuelo, y el año que pasó en un campo de concentración tras la guerra civil. Es una historia que nadie me ha contado.

Yo no soy de esta tierra
Ni conozco a nadie;
El que lo haga bien con mis niños
Que Dios se lo pague.

(Seguiriya, atribuida al Loco Mateo).

Antonio Muñoz Molina señala que lo más asombroso de Margarete Buber-Neumann es el estilo notarial, testimonial, de su obra, en la que todo juicio queda excluido. Margarete sobrevivió a Ravensbrück donde su amada Milena Jesenká sucumbió. En el barrio de los museos de Ámsterdam hay un monumento a las mujeres que murieron y que sobrevivieron a Ravensbrück.


Fotos: 

1. En la casa de Anna Frank.
2. Esta es la fachada del almacén de negocio de compotas y conservantes vegetales de Otto Frank. En la parte posterior, detrás de una estantería, estaba la Casa de Antrás, en la que la familia Frank vivió dos años y pico, con los Van Pels (Auguste, Hermann y Peter) y Fritz Pfeffer. En la mañana del 4 de agosto de 1944 la Gestapo irrumpió en el escondite apresando a todos sus moradores y a los cuidadores de los mismos, Kluger y Kleiman. Estos últimos fueron liberados. Los escondidos acabaron todos en campos de concentración siendo Otto Frank, el padre de Anne, el único superviviente.
3. Esta edición del ‘Diario’ se puede adquirir en la Anne Frank hois por el módico precio del 9,95. Se trata de una versión, un extracto de los escritos de su autora, sin la censura que Otto Frank impuso en la primera edición de la obra.

2 comentarios:

  1. Amigo Enhorabuena!!!!Como siempre la lectura de tus relatos es un aprendizaje colectivo de tus lectores para entender un poco mas donde nos estamos moviendo.
    Gracias de nuevo Compañero

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  2. Gracias querido, eres mi seguidor más fiel ... y el único que se maneja con las nuevas tecnologías, por lo visto. Un abrazo

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