por Juan Vergillos

PREMIO NACIONAL DE FLAMENCOLOGÍA

Ha publicado novelas, ensayos, libros divulgativos, relatos, poemas y letras de canciones. Ha escrito y dirigido espectáculos de danza y de cante flamenco. Ha dirigido festivales de flamenco y otras artes escénicas. Ha ofrecido conferencias, talleres y espectáculos en teatros, festivales, colegios y universidades de Europa y América. Colabora habitualmente en la prensa generalista y especializada. Dirige el blog Vaivenes Flamencos.







viernes, 18 de marzo de 2011

Flamencas de Holanda (VIII): P. de Budapest y otras drogas

El bar del Hotel Lloyd más bien parecía una discoteca. Ha sido uno de los tópicos de este viaje: quedar todos los días en el bar ... y no encontrar a nadie en el bar. De hecho, no me he tomado ni una cerveza en el bar. Tenía la música muy alta, los asientos de cuero rojo, y una bola de esas de discoteca dando vueltas. La verdad es que no era un sitio muy cómodo. Todas las noches entraba a mirar, porque todas las noches había quedado con alguien para tomar una cerveza. Siempre estaba vacío. No había ni camareros.

La segunda vez que fui al barrio rojo estaba acompañado. Estaba Javier, Diego del Morao, El Grilo y el famoso bailaor sevillano G. H. En la primera visita estuve tranquilo, sorprendido y hasta emocionado, pero tranquilo. En esta segunda no tanto. No sabía cuales eran las intenciones de mis acompañantes. La verdad es que no he pagado nunca por sexo. El barrio rojo no provocaba en mí ningún tipo de excitación. Al menos sexual. O sí. Detrás del puro escaparate en el que estaban las muchachas vislumbro una cama de un metro de ancho y un bidet. Algunas chicas están preparándose para la noche, afinan sus instrumentos de trabajo en forma de largas caricias, estiramientos y polvos en la piel para excitar el deseo. A lo mejor soy un moralista. Pero en ningún momento sentí deseo, sino vértigo. Y eso que algunas chicas son muy hermosas. Y bailan bien. Javier nos conduce por los callejones más estrechos y en un momento dado pasamos por un largo pasillo rojo. Allí hay una muchacha que nos corta el paso y nos enseña su hermoso pandero, inclinándose hasta coger sus propios pies a manos llenas. Parece una bailarina. Es una bailarina. Es muy flexible. La tenue luz roja del pasaje se hace llama en su pandero enhiesto. Es un faro de la noche. Habla. Muestra. Seduce. Javier habla con ella, le dice, en castellano, que es muy hermosa. Yo me siento un tonto con mi guía de Holanda en la mano. Son 50 euros. Es de Hungría, de Budapest. No tendrá 20 años. Cuando salimos respiro aliviado. Está claro que soy un puritano. O quizá es que me apetece y no me atrevo a confesármelo a mí mismo. La chica era un sueño, a pesar de las tetas siliconadas.

Entramos en un bar muy viejo (1689 dice en la fachada) y tomamos unos chupitos de ginebra. La copa es pequeña y ancha en su parte superior, de manera que el primer sorbo hay que tomarlo directamente sobre la barra, sin coger la copa, porque está tan llena que se derramaría la mayor parte de su contenido. El camarero tiene un arte enorme para servir hasta el mismísimo borde de la copa. 

De porros nada. El último día, camino de vuelta del Hotel LLoyd, F. H. me ofreció un par de caladas de una marihuana buenísima que habían comprado en el barrio rojo por la tarde. Aunque yo estaba sumido en la conversación.


Ilustraciones: 1. Fachadad el bar Fockink. 2. He aquí la fecha de inauguración del local. 3. Con Diego del Morao, El Grilo y Javier y tres hermosos panderos, en el Café de La Habana de Ámsterdam.

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